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lunes, 28 de enero de 2019

Ay, Mama Inés - Bola de Nieve

Bola de Nieve

Se llamaba Ignacio Jacinto Villa Fernández. Había nacido en Guanabacoa, Cuba, en septiembre de 1911, hijo de un cocinero y de una bailadora de comparsas, talentosa para la rumba de cajón y para el toque de Yemayá.

Creció en un ambiente de danzas ancestrales, babalaos y fiestas del bembé. Tuvo doce hermanos y comenzó a estudiar música a pedido de su tía abuela Mamaquina, porque así se lo habían indicado a ella sus santos.

Gordo, negro, pobre y homosexual en una época en que la homosexualidad no se hacía pública, Ignacio Villa reunió en su voz todos los desgarramientos.

Una noche de los años treinta, en el bar de un hotel de La Habana, Rita Montaner lo bautizó Bola de Nieve y lo contrató como acompañante. Partieron a México y ante los cuatro mil espectadores de un teatro del DF él improvisó para su gloria el tema de Eliseo Grenet y Nicolás Guillén Tú no sabe inglé, Vito Manué. Tenía veintidós años y corría 1933.

El Bola adoraba México y los mexicanos lo adoraron, pero el compositor Ernesto Lecuona lo convenció para que regresara a Cuba, a tocar el piano para los cubanos (alguna vez dijo que su felicidad máxima fue haberse entendido con su pueblo). Desde ahí viajó con su música por todo el mundo, compartió escenario con los artistas más importantes de su época y hasta Edith Piaf dijo que su versión enloquecida de La vie en rose era la mejor de todas.

Fue en Matanzas, donde interpretó por primera vez sólo temas compuestos por él (varios de ellos recogidos en Yo soy la canción misma / Bola de Nieve / ACQUA records, que sumado al ya conocido Ay, amor! Bola de Nieve del mismo sello, ambos con grabaciones en vivo, es lo que se consigue en disquerías) como Carlota 'ta morí y Mama Inés, con el que rinde honor a su madre.

Simpatizó con la Revolución y desde 1965 el restaurante Monseigneur convertido en el Chez Bola, en el centro de La Habana, fue el lugar habitual para sus actuaciones. Asmático, diabético, murió de un infarto en un viaje a México, apenas cumplidos los 60.

Como ciertas voces del jazz, el rebetiko, el tango, los fados, los blues..., como las bagualeras de la Puna, las chayeras riojanas o las cantoras neuquinas, como otras tantas voces atravesadas por la necesidad, la experiencia y el dolor, lo que Bola de Nieve hace es algo más que canto. Desgarradas, intensas, desobedientes y arraigadas en la historia de sus pueblos, mitad música, mitad decir, mitad grito (me hubiera gustado cantar ópera, pero tengo voz de vendedor de mangos, de vendedor de duraznos, de ciruelos, dijo) esas voces nacen en las comparsas, en las trillas o en las velaciones de santos, nacen para cantar canciones de oración, canciones de trabajo o gritos esclavos de llamada y respuesta. Son voces que vienen desde adentro y desde abajo, en la escala social y en la geografía corporal, desde una profundidad en la que el dolor se ha convertido en arte. Hijas del desierto o los cañaverales, de los conventillos del Río de la Plata, de los bajos fondos griegos, de los algodonales del sur norteamericano o de la humillación de la Cuba de Batista, esas músicas son la resistencia y el regalo de los sufrientes de la tierra, tal vez porque como dijo Jean Cocteau, todo pájaro canta mejor si está parado sobre su árbol genealógico. De ese dolor hecho carne provienen su belleza, el estremecimiento, la conmoción que nos provocan sin que podamos explicárnoslo por las reglas del buen cantar ni del buen decir, provienen de ahí como provien de la sangre de la medusa el caballo alado que patea la fuente de la que beben las musas.

"Yo no tengo fanáticos, devotos es lo que tengo yo. ¿Por qué?... porque yo soy la canción; yo soy", decía El Bola.

Arte, experiencia, identidad, Ignacio Villa, fue él mismo un estilo, único, irrepetible. Se recuerda la primera vez que uno oyó a Bola de Nieve como un cubano recuerda si vio la nieve; como algo natural y misterioso que daba alegría y un poco de tristeza; algo que uno sabía que iba a contar después, dijo Roberto Fernández Retamar. Únicos su voz, su manera de tocar el piano, sus gestos teatrales y su desguace como forma de interpretar las creaciones propias o ajenas. Irónico, ingenuo, satírico, sentimental (pero jamás patético), como el Mesié Julián de Armando Orefiche que inmortalizó, este hombre cantaba a su antojo, entre ventanas de diálogo, con sus inflexiones y su voz de vendedor de mangos, mezclando con gracia inigualable la alta cultura y el saber y el sentir de su pueblo, espectacular síntesis de personalidad, voz y piano.
Fuente: Bola de nieve por María Teresa Andruetto en Deodoro, gaceta de crítica y cultura, Número 12.
 

Ay, Mama Inés - Bola de Nieve

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