Un día de la presente semana, por la noche, y atraído por el sonido de una cumbia en la televisión de la casa de un servidor, me tocó ver parte de un programa de un canal local. Dicho programa se llama Las Noches del Futbol y esa noche en particular pasaban los Premios Fama, donde personajes destacados de esa televisora participan en pos del citado premio. No soy muy afecto a dicho programa, pero me dispuse a disfrutar un rato escuchando la música de mi agrado y ver, de paso, el número que los participantes habían preparado.
Pues bien, presencié a un grupo de jóvenes que se esmeraron por presentar una coreografía de un mix de cumbias colombianas. Muy bien por los muchachos, en mi opinión lo hicieron muy bien y quiero decirles que me gustó.
Cuando terminaron, me levanté para disponerme a descansar. En ese momento intervino el conductor del programa y, como es natural en él, en son de broma, preguntó por su cartera, insinuando que se la habían robado. ¡Qué mala imagen proyectó!, porque lo que hizo fue proyectar el estigma que pesa sobre las personas que gustan de la música colombiana, o qué ¿solamente por utilizar una indumentaria que caracteriza a los 'colombias' los hace merecedores del calificativo de ladrones?
El comentario realizado por el mencionado conductor hizo que me volviera a sentar, para escuchar la opinión de los integrantes del jurado -en esta ocasión conformado por el Pato Zambrano, la Muñequita Elizabeth, el Sr. Jesús Soltero, Adriana Díaz y Temo Méndez-. He de mencionar que todos coincidieron en otorgarle una muy buena calificación al número de baile ejecutado, felicitando a los jóvenes por atreverse a presentarlo. Y todos los jurados coincidieron también -palabras más, palabras menos- en la belleza de la música colombiana.
Y en relación al comentario hecho por el conductor no contestaron nada, pasó desapercibido, no lo consideraron importante o no lo quisieron hacer notar.
En monterrey el gusto por la música colombiana es una realidad; un sector de la población la ha cultivado de antaño y es una gran mayoría que reclama su reconocimiento y su aceptación por la sociedad. Pero tal parece que en este caso se menoscabó la responsabilidad social que conlleva la utilización de un micrófono, el comentario vertido al aire no contribuye al fin anhelado de muchos regios. No al estigma, no a la discriminación.
A continuación transcribo un artículo de José Juan Olvera Gudiño, publicado en la revista Quehacer Regio, Número 6, Año 2, Agosto 2007, donde aborda el tema de este estigma social en la ciudad de Monterrey:
Música colombiana de Monterrey:
entre la elusión y la ostentación del estigma
Un par de hermanos que tocaban música vallenata en un mercado rodante fueron agredidos ayer a golpes y balazos por los hijos de una mujer a la que pidieron una cooperación económica, en Guadalupe…
La crónica anterior, firmada por Mario Alberto Álvarez, del periódico El Norte, continúa: “Al parecer los hijos de la señora a quien los músicos pidieron cooperación creyeron que la estaban molestando, por lo que atacaron a Luis Alberto y Martín Betancourt Fuentes. Éste último toca el acordeón, su hermano Luis Alberto, el tambor y otro acompañante que tocaba el güiro, salió ileso.”
En camiones urbanos, bares y mercados rodantes, la música colombiana es comúnmente interpretada para ganarse la vida. ¿Por qué tendríamos que pensar que éste suceso ejemplifica el tipo de agresiones que sufren comúnmente los intérpretes de música colombiana?, ¿por qué no pensar que tal agresión la vive cualquier músico en cualquier lugar? En verdad cualquier músico en cualquier lugar sufrirá burlas y ataques. Entre más minoritario sea el género que interprete, hallará más personas que lo vean “raro”. Lo interesante de la colombiana es que, siendo una de las músicas populares más extendidas en la ciudad, ha mantenido un estigma social contra el cual lucha a diario en todos los frentes del campo musical. Las actitudes más comunes ante este problema a través de los años han sido: a) ostentar el estigma y enfrentar a los otros en todos sus terrenos para lograr el derecho de tocar y bailar su música como ellos han decidido hacerlo, y b) ir abandonando las huellas de una identidad colombiana (lenguaje, indumentaria, uso del cuerpo) para salvar lo más importante, el consumo de la música colombiana, sin ser molestado por los demás.
¿De dónde proviene este estigma?
Básicamente es un estigma de clase social. No es que a los otros les disguste la música… es que son pobres o muy pobres quienes la consumen. No es cuestión de malos gustos, sino de riqueza y estatus. Las clases superiores usan la distinción musical como símbolo para remarcar la distinción de clase, como lo diría el sociólogo francés, Pierre Bourdieu. En otro lugar hemos escrito: “Todo sucede como si las clases dominantes dijeran: ‘si los más pobres se la apropiaron (la música colombiana), bien, será de ellos; pero entonces no la consumiremos, porque así mantendremos simbólicamente las diferencias entre ellos y nosotros, que ya existen en otros ámbitos de las relaciones sociales: la desigualdad política y económica”. En las cuatro décadas que lleva presente como cultura musical, la música colombiana de Monterrey, ha tenido una larga carrera de enfrentamientos, ya sean de clase social o generacional, para sobrevivir. Las transformaciones sociales de las últimas dos décadas han ocasionado que la colombiana de Monterrey ahora se escuche en muy diferentes estratos sociales, pese a haber estado marginada por décadas de la radio y la televisión, incluso se han llegado a crear personajes en la televisión local, que por gustar de esta música son ridiculizados.
Ahora bien, observemos a dos jóvenes varones de otro estrato social, digamos clase media alta, que en una fiesta escuchan una canción de Celso Piña (un exitoso intérprete regiomontano de música colombiana) y se ponen a bailar. Entre sus compañeros habrá una combinación de reacciones: la tradicional vergüenza por bailar música de pobres tendrá ahora un cariz divertido; otros los verán como jóvenes audaces que se atreven a llevar a la colonia, expresiones culturales del “bajo mundo”; y la mayoría puede que los apruebe porque el ritmo y el baile son pegajosos y alegres. Pero ninguno de ellos invitaría a jóvenes colombianas para bailar con ellos o contrataría a los centenares de grupos colombianos para tocar en su fiesta. Esto comprueba que el origen del estigma no radica en el uso de la música, sino en la clase social. Esto es, el núcleo duro de la representación externa del colombiano, lo que los otros ven en él, permanece. La cosa se complica si se hace ostentación del estigma, si se usan atuendos “típicos” de estos grupos juveniles, ciertos cortes de pelo, cierta indumentaria, determinados tatuajes que no dejan lugar a dudas de que la gente que los porta quiere verse colombiano y quiere que le llamen así. La disputa se hace entonces inevitable. Y aunque pudiera evitarse; para muchos jóvenes adolescentes, de aquí y otras latitudes, la lucha es un medio de retar al poder y demostrar lo fuertes o capaces que son en sus convicciones y sus gustos.
En conversaciones con jóvenes portadores de este gusto musical, hemos recogidos las experiencias represivas de la sociedad que los empujan a regresar a la “normalidad”, que los llevan a abandonar la indumentaria que usualmente va ligada a esta música:
-No, pos por la actitud de la gente. Te vistes así y te decían: ¡Ah! Cómo ha de ser ese chavo, cómo ha de ser de loco.
Otros más:
- Si nos ponemos a tocar música colombiana en el Contry nos apedrean.
- Y sus maestros no les dicen por ejemplo ¿cómo tocas esa música?
- A mí en la prepa sí.
- Sí te dicen.
- Es que en la prepa donde estudio casi nomás dos o tres personas oyen esa música. Haga de cuenta: llego yo a la cafetería y están oyendo música “fresa”, ¿verdad? porque hay muchos fresas. Llego yo y le hecho a la radiola, pongo mi música colombiana y se salen todos, y yo ahí me quedo solo.
- Ándale, pues entonces no está tan fácil.
- Conmigo se quedan mis amigos porque son mis amigos, pero si no fueran mis amigos también se saldrían. No les gusta esa música. Los maestros me dicen: ¿por qué vienes vestido así?, porque antes me vestía bien loco, así como los colombianos.
- ¿Y por qué ya no?
- Es que los policías nomás te andan vigilando. Mucha gente piensa que la mayoría de los que se visten así pues son mariguanos. Así los catalogan.
Pero finalmente puede vencer la fuerza de la “normalidad”:
-Yo empecé a dejarme de vestirme así [colombiano]. Si dejaba de vestirme así, como quiera me iba a gustar la música. No tenía precisamente que vestirme así para ser colombiano. A mí siempre me ha gustado que sea vallenata, siempre me ha gustado. Y de ahí para adelante, la voy a seguir tocando, la voy a seguir difundiendo, pero con otra imagen, para cambiarle la imagen que tiene…
-¿Por qué?, ¿por qué la imagen que tiene es una imagen negativa?
-Sí, porque la gente te tacha de marihuano, drogadicto, de narco.
Así, a la lucha constante, sigue la negociación permanente: “Dejaré la indumentaria, pero me quedaré con la música; me peinaré normal, pero seguiré tocando; esconderé mis tatuajes de mariguana, pero podré bailar los pasos colombianos”.
Pero, ¿qué pasa cuando un dentista de clase media escucha tal música a todo volumen en su casa? Sus vecinos lo miran raro, buscan una explicación a esta inusual relación entre el atributo y el estereotipo que se sale de los cauces, como diría el sociólogo Erving Goffman, pues la música colombiana es símbolo de una baja condición social, ligada al consumo de enervantes y a la delincuencia. Lo que pasa es que el dentista es colombiano, de Bogotá. Y por más que los vecinos ahora tengan una explicación convincente, el estigma no se quita de la noche a la mañana. Y el peso de la mirada sobre el hombro es percibido por el colombiano como si fuera culpable de algo que no ha provocado, que ya estaba cuando él llegó. Son víctimas del estigma tribal, aquel que según Goffman es susceptible de ser transmitido por herencia y contaminar a todos.
Hace pocas semanas, en una conferencia sobre música e interculturalidad que impartía un profesor sevillano a mis alumnos de la Universidad Regiomontana, salió el tema de la música colombiana de Monterrey. Una estudiante colombiana comentó que le desagradaba fuertemente el uso que se le daba en Monterrey a la música de su país. No era la primera colombiana en decirlo. “Se deforma aquí, en Monterrey”. “Mira nada más la gente que la toca, mira cómo viste, son puros pandilleros, drogadictos”. “Mira la imagen que dan de nuestro país; nuestro país no es así, la nuestra es una nación que quiere progresar, salir adelante”. “En Colombia se trabaja, se hacen cosas por el bien de la ciencia, la economía, el arte”. “Colombia no es sólo droga, cárteles, secuestros y grupos paramilitares”. “¿No podrían tocar música colombiana otros grupos de regiomontanos que no fueran estos tan… tan…?”
Ciertamente las representaciones sobre nuestras músicas populares son muchas veces idílicas, de modo que cuando las vemos en su estado natural, fuera de la televisión y los festivales culturales, o cuando las interpretan personas que no son como nosotros nos parecen muy diferentes, pobres o anormales. No hay tiempo para comentar mis impresiones al escuchar un mariachi colombiano en Bogotá o escuchar música “carrilera”, música al estilo mexicano, que toca gente pobre de la capital.
Le respondí a la alumna que si yo fuera colombiano, me sentiría honrado por el hecho de que en un tiempo (y aún ahora), la gente más desposeída de Monterrey haya elegido la música de la costa atlántica de mi país, para expresar sus penas, su dolor, así como para compartir su alegría en el baile y el canto; para construir un sistema de significaciones gracias al cual ellos se sienten comunidad, son algo. La convirtieron en una herramienta simbólica para sobrevivir, son espiritualmente ricos, en un ambiente de penurias y pobreza. No le dije esto, pero muchos regiocolombianos, como los llama Darío Blanco, soportan el estigma relacionado con la música colombiana y, a veces con orgullo, no sólo por sus ritmos y melodías agradables sino, ante todo, por el contenido de sus letras, muchas de las cuales hablan también de gente desposeída, de campesinos simples, sin mucho dinero, que aprecian entre otros altos bienes de la vida, el arte de la palabra. Monterrey se ha enriquecido culturalmente, como pocas ciudades, con una cultura musical tan distinta y complementaria a la nuestra. Diría que si no se valora la música colombiana tal como es, es porque la ciudad, tan desigual socialmente y con poderosos sectores conservadores e intolerantes, poco abiertos a influencias culturales que no tengan el mismo signo de condición social, no ha aprendido a ver, detrás del estigma, la riqueza no sólo de la música extranjera, sino de los regiomontanos que la consumen: su propia gente.
El artista distinguido - Alvaro Cárdenas
Coloco este audio de la autoría de Adolfo Pacheco, en donde denuncia la discriminación musical en Colombia por la poca promoción y difusión de la música autóctona. En nuestra ciudad lo grabó Celso Piña, siendo tomado como tema de protesta por la discriminación sufrida por los músicos locales que interpretan esta música; y no sólo por el estigma sufrido por los músicos, sino también por los múltiples regios que gustamos de la música colombiana en general.
El artista distinguido - Celso Piña
Parece que en todos lados se cuecen habas, ni hablar...
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